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Porque no, o ¿por qué no?

El derecho humano básico, sin el que los demás, y la sociedad misma, dejarían de tener sentido, es el derecho a la vida. Quizá para muchos, para muchas, ni siquiera sea necesario expresarlo, es “natural” que la vida sea de cada cual, así como el sentido que le demos, cualquier atentado contra ella es un crimen y si éste sucede por indolencia, tolerancia o complicidad de las autoridades, son ellas las que violan este derecho fundamental.

Pero es necesario apretar un poco, por esa paradoja que es la vida como concepto: abarca tanto que los detalles de aquello que contiene se diluyen, inaprehensibles, con todo y que al decir “vida” expresamos una totalidad que nadie vacila en calificar de preciosa. Entonces, la vida, sí, pero cómo, compuesta por qué; de entrada, para que persista, son necesarios los alimentos, el cuidado y tener resguardo de los elementos del medio ambiente; salvo esto último, que podríamos solventarlo en soledad, para los alimentos y el cuidado requerimos la participación de otras y de otros, cosa que no nos cuesta mucho aceptar, incluso la propiciamos pues es parte de nuestra índole ser gregarios, y este rasgo, deseable por lo mucho que entraña de bueno, puede tener aristas amenazantes para la existencia de algunos, porque a pesar de nuestro innato gusto por formar comunidades, no erradicamos completamente los atributos perniciosos de nuestra individualidad que erizan el afán por crear sociedades: la codicia, el egoísmo y la envidia.

Así, el que una, uno, o muchos, no tengan comida o permanezcan ajenos a los cuidados elementales que necesitan para vivir, puede ser irrelevante para quienes llegan a poseer en exceso, y es alta la probabilidad de que, en muchos de ellos, esa demasía sea consecuencia de una intención, abierta o soterrada, por acaparar -por codicia y egoísmo- a despecho del padecer de otros.

De lo que podemos concluir que el derecho a la vida, a ésa que entendemos como mucho más que los actos de respirar, comer, reproducirse y morir, podría estar supeditado a la habilidad estrictamente personal y a la incidencia de lo inescrupulosos que puedan resultar algunos; o sea, ya no es un derecho, entendido como una facultad que las personas detentan (inherente, exigible, irrenunciable) por el hecho de ser parte de la especie humana, persiste más bien en calidad de territorio al que sólo algunos pueden acceder; en tanto que para la mayoría del resto, nomás ronda las nociones de sobrevivencia y vulnerabilidad.

Y ya los bandos pueden desgañitarse, unos para alegar a su favor que no han violado ninguna ley para que la vida de la que disfrutan, con sus componentes más regalados, sobresalga; y los otros, para exigir que los mandatos constitucionales y los tratados internacionales que el país ha firmado sean honrados a la letra. Difícilmente las condiciones cambiarán para cualquiera de los dos: el derecho a la vida, que debemos entender como el derecho a la buena vida, en la que deben estar el bienestar, la justicia y la libertad, parece fatalmente atado a una inercia de las formas históricas de nuestra relación con las leyes, y no obstante que las reformemos, creemos nuevas o inventemos instituciones, terminamos por inscribirlas en las formas que no mutan, que no hacemos mutar porque le vienen bien a la codicia, al egoísmo y a la envidia, que al cabo corren transversales por todo el espectro social.

Lo anterior, que luce como destino, podríamos variarlo si pusiéramos por delante una idea que sin debate podemos abrazar todas, todos, sin importar el credo que anime a nuestro espíritu y a despecho de los anhelos que den rumbo a nuestros afanes personales: la integridad, que no requiere, para apersonarse, sino de una determinación íntima; la calidad de íntegro, cuya definición más simple reza: la persona que es recta, proba, intachable, porque hace lo correcto y por las razones correctas. Y no necesitamos aplicarnos al juego académico: definir, probo, intachable, recto y correcto; puestos en un momento de decisión, son pocos quienes no reconocerían las opciones que llevan a una resolución adecuada, si en verdad deseamos mudar el estado corrupto de las cosas: que aquello que resolvamos, y hagamos, no transgreda la ley, que no perjudique o vuelva indigno a alguien y que además tenga una porción de beneficios que vayan más allá de mí.

Inmersos en una crisis mayúscula, que inició sanitaria y tendrá secuelas agudas en todos los campos, tenemos la oportunidad de recomenzar y pararnos, como si por primera vez, frente a las relaciones sociales, personales, legales, económicas, políticas… culturales, y mirarlas a través del cristal de la integridad. Quizá no requiramos más que optar por ella, la integridad, para que, al recobrar el paso de la vida, y los derechos que la tutelan y los modos de los que nos valemos para sobrellevarla, la sociedad que somos gane un rumbo claro y compartido hacia la justicia y la inclusión. 

 

Augusto Chacón es Director de Jalisco Cómo Vamos y Consejero del Pacto por la Integridad y por el Bien Ser de Jalisco

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